martes, 5 de noviembre de 2019

Yoga, ipads y Aliste

 Certamen literario Margarita Ferreras


Segundo accésit del Primer Certamen Literario Margarita Ferreras: Almudena Blanco González


     Mi abuelo José hizo la mili en Tetuán. Nació en Matellanes y se casó con Basilisa de Ufones. Vivieron allí toda la vida. En verano José nos subía a la burra a mis primos y a mí y jugábamos a ser caballeros valientes en tierras áridas. Marcelina tenía un pelo tupido y polvoriento, como de alfombra marrón tosca, y movía las orejas como élices de viento que lanzaban moscas de un lado a otro. Yo me sentía Dulcinea trotando por esos caminos de polvo.
     En San Francisco los taxis son de color amarillo y saltan por las cuestas de la ciudad como barcos sin ancla. Los cafés se venden en vasos de papel muy grandes y se piden para llevar. Se sirven con leche de soja, arroz, normal o crema. Rara vez la gente en Estados Unidos se para a tomar un café en una cafetería. Se considera una pérdida de tiempo.
     Al entrar al corral de mis abuelos los días que habían retirado el estiércol, sentía un hedor fortísimo casi a amoníaco que me hacía saltar las lágrimas y contraer todo el cuerpo. Aguantaba la respiración y evitaba coger aire por la boca porque había tantas moscas en el corral que pensaba que alguna se podía colar hasta mi garganta. Los gatos saltaban rápidos hacia la parte del trastero al verme llegar. El techo del corral estaba cubierto de telas de araña de color beige, por tanto polvo como acumulaban. En el corral vivían las vacas, los terneros y los cerdos. También un perro. Usábamos una soga para colgarla de una de las vigas del corral y hacer un columpio. Poníamos un pañuelo atado como asiento para no clavarnos la cuerda y nos balanceábamos toda la tarde. El columpio nos hacía volar tan alto que casi rozábamos las telas de araña con sus muchas moscas polvorientas y atrapadas. En la zona conocida como Bay Area, en California, hay un tren que hace también las veces de metro y que comunica San Francisco con Oakland y Berkeley. Se llama BART, Bay Area Rapid Transit.

     Al Puente Pisón sobre el río Mena corríamos cada tarde a jugar a las confidencias, a aprender del primer amor y a pescar sardas. Un palo atado con una hebra de plástico, un anzuelo y un gusano de tierra daban forma al arma letal que nos permitía volver a casa con una buena cantidad de pescados pequeños. Mi madre cocinaba algo con esas sardas y después nos íbamos con las bicis a dar vueltas sin fin a la iglesia y subir hasta la era.
    Las casas en San Francisco son inaccesibles para la clase media. Comprar una vivienda es prácticamente imposible si no se dispone de algunos millones de dólares. Simplemente alquilar una habitación en un piso compartido supera los mil dólares al mes.
    Este verano mi tía Inés nos ha enseñado sus gallinas de huevos azules. Son la expectación del pueblo. De procedencia gallega ponen huevos apepinados y bajos en colesterol. Una amiga de mis padres a la que le gustaría ser artista ha visitado por primera vez Aliste este verano y ha hecho fotos a esas gallinas y al corral destartalado y sin techo en el que viven, abierto a la luz, en mitad de Ufones, lleno de contenedores de plástico y donde se cuela una luz suave que se filtra por las telas de araña. En este corral esas redes animales pendulan alargadas desde las vigas de madera recordándome a las esculturas de látex de Eva Hesse. Sus obras postminimalistas son sumamente especiales. En el museo de arte contemporáneo de San Francisco tienen una pieza suya que me recuerda a un panal de abejas. En Bercianos tenemos un amigo que produce una miel riquísima.
    Los pisos se están encareciendo tanto en San Francisco con la llegada a la ciudad de empresas como Twitter o Airbnb que zonas antes marginales como Oakland se están convirtiendo ahora en el refugio de moda de los que no quieren abandonar la zona pero que no pueden permitirse vivir cerca del Golden Gate.
    Le quitábamos las alas a las moscas. Y después posábamos a los animalillos en el poyete de la ventana y corrían, como si se tratara de una carrera de galgos en miniatura. Daban una sensación entre asquerosa y fascinante, esos seres mutantes transformados por nuestra maldad. Comíamos pollo de corral. Tajadas de pollo acostadas sobre un trozo de pan, sin plato, y que iban chorreando salsa sobre un hule de plástico que cubría la mesa y que tenía el mapa de España dibujado. Me confundía que en lugar de País Vasco dijera Vascongadas. Y era raro e ilusionante comer en casa de mis abuelos. La salsa de aquella comida pringaba el mantel hasta cubrir la parte del Reino Leonés y mi madre no me regañara por chupetearme los dedos.
    La comida biológica es una tendencia en San Francisco. Hay un movimiento generalizado a favor de evitar la comida transgénica y se establecen dinámicas que honran al producto desde la producción hasta la forma en la que es comercializado. En muchos sitios coges tú tus propias verduras, las pesas y dejas el dinero que corresponde. Dicen que el sistema se basa en un código de honor.
    En el Puente Pisón ahora hay menos agua. Este año he visto sombrillas de paja ibicencas en Villardeciervos. Parecía que estuviéramos en Menorca cuando en realidad era una playa de la Sierra de la Culebra. Al acercarnos a la orilla vimos a un zorro que bajaba a beber agua. Una mañana, conduciendo hacia Ufones, se cruzó un cervatillo por delante de mi coche, atravesando mi camino. Me emocionó ver a ese bamby. Hace tiempo pasó lo mismo con un jabalí.
    En San Francisco es muy fácil practicar yoga. Hay infinidad de tipos. Es casi una definición personal asistir a clases específicas de esta discipina. La ciudad está repleta de personas que caminan con esterillas en sus mochilas.
    La última vez que visité el pueblo fui al cementerio. Después de la festividad de San Antonio. Limpié la tumba de mi abuela y le ordené las flores de plástico. También posé sobre su lápida un ramillete de lavanda que cogí del suelo tras la procesión del santo. En el mármol se leía con claridad 'Basilisa' y la palabra 'familia'. Y había un montón de pájaros cantando sobre el roble de la entrada. En el corral de mi tía Inés ya no hay vacas. Su casa ahora se llena de nietos que no se construyen un columpio en el corral con una soga. Tienen tabletas digitales. Las usan para conectarse a internet y jugar en línea.
    Apple está en Silicon Valley, a una hora al sur de San Francisco. Allí diseñan tablets, iphones, ipods y ordenadores. Muchos de sus trabajadores eligen vivir en la ciudad aunque sea más cara y aunque tengan que conducir todos los días porque la vida en San Francisco es más enriquecedora que en Palo Alto. Hacen yoga y tienen acceso a comida orgánica proveniente del comercio justo. Allí no hay sardas, pero se come mucho cangrejo. Y allí... jamás he visto una mosca.

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