Certamen literario Margarita Ferreras
Tercer accésit del Primer Certamen Literario Margarita Ferreras: José Ángel Casas Barrigón.
SANTOS se sienta en la mesa con la frenética determinación que
da el hambre repasada. Con fingida paciencia se coloca la servilleta en la
pernera del pantalón y mira con fijeza a su mujer que retira el pote de la
chimenea. Un penetrante olor a guiso de patatas le recuerda que no ha probado
bocado desde una tempranera comida.
Además, ha llegado antes de lo habitual y le ha tocado esperar a que la cena
esté lista.
–¡Qué bien huele Juana! –dice con satisfacción mientras ella sirve el guiso.
–Mejor sabrá– le replica ella mientras bautiza las patatas con una cazada de
caldo.
No vuelve a decir palabra tras un primer sorbo que le sabe a gloria. Poco a
poco, a medida que llena el estómago, el ansia del hambre se diluye en el caldo
que engulle y a su vez las imágenes aún tiernas del atardecer vuelven a su
mente. Sonríe al recordar que la espera en la charca de las Llamas había sido
un gran acierto, sabedor que el final de un verano seco obliga a los animales a
beber en contados sitios, como aquel fangal.
Viejo para subirse a un árbol, Santos había decidido apostarse tras una pared
de piedra que se elevaba a escasos metros de la poza. Apenas llevaba allí media
hora cuando la silueta de un jabalí apareció recortándose en el horizonte de un
cielo entre rojo y cárdeno. Con trote pausado se acercaba al agua y barro de la
poza y aunque en la lejanía sólo había sido un bulto deslizándose valle abajo,
presintió Santos que aquel era el animal que llevaba persiguiendo meses, desde
que vecinos de varios pueblos lindantes al río Aliste juraran haber visto un
jabalí de color blanco.
Santos corta un trozo más de la hogaza y sumerge la miga en el caldo. Degusta cada
trozo de carne como si fuera el primero que toma en años y sorbe ruidosamente la
cuchara como el último a probar en su vida. La carne es tan suave que se
deshace en la boca y sus muelas desgastadas se lo agradecen.
El pote había
perdido muchos años atrás el protagonismo frente a la cocina de gas, en un
primer envite, y luego con la vitrocerámica, hacía ya un año, cuando se empeñó
la hija mayor en regalársela.
–A lo fácil se acostumbra uno rápido Juana– dice Santos como en otras
ocasiones–que no digo yo que la cocina esa eléctrica no sea un gran invento,
pero es que nada tiene que ver con el sabor que el pote le da al guiso.
–Ya, ya… –asiente Juana– come y calla ¡anda! que te repites de más… eso sí, a
la que guisa nunca la halagas– espeta luego, afanada, sin apartar la vista de
otro pote más pequeño con el cuidado de que el café no hierva.
–Sí mujer, sí… –asiente Santos con cierta desgana, masticando a
dos carrillos. Y se guarda para sus adentros que si sale a la espera es también
por la recompensa que le aguarda en la cocina los días que va en busca del
jabalí.
Sin decir palabra, Juana vuelve a llenar el plato vacío de Santos. Resuelta el hambre,
llega la gula. Santos comienza a degustar la segunda tanda del guiso con paciencia,
como había actuado cuando el jabalí se acercó, infalible, a la charca. Cargó con
dos postas la escopeta y luego aspiró y exhaló el aire con fuerza repetidas
veces. Extrañamente el puerco había ido directo hacia él sin ventearlo, sin
reparar que la parte superior de su cabeza, cubierta por una visera, se asomaba
por encima de la pared del prado. Tras un día caluroso sólo quería, necesitaba,
relajarse en el agua barrosa de la charca, que se le antojaba un balneario perfecto para una
agostada tierra sufridora de sequías cada vez más continuas. Rezongaba el
animal de placer mientras Santos, culata apretada al hombro, se incorporaba
lentamente sobre la pared para apuntar.
Santos toma un largo trago de vino al recordar el lance. El jabalí hozando en
el fango había sido un blanco fácil. Sabe que si hubiera disparado no habría
fallado. Sin embargo, no lo hizo. Al descubrir la razón por la que el animal
tenía el pelaje blanco sus músculos se agarrotaron y un sudor frío afloró por
su frente. Un hecho que no había conocido nunca en su faceta de cazador, porque
Santos siempre ha gozado de buena fama para cobrar codornices, perdices,
conejos, alguna liebre, torcaces y tórtolas, sus favoritas. Todo le ha valido
para degustar de un buen pote. A veces también el corzo, o la cabra como la
llama él, tras furtivas esperas. Sin ser consciente de ello, es su terruño una
tierra de encinas, rebollos y castaños, de escondidas riberas, con islotes de pinares
surgiendo entre un oleaje de pequeños montes tupidos de jaras y escobas, surcados
a su vez por estrechos valles y cicatrizados con incontables senderos. Todos ingredientes
en un mismo pote en el que se cocinó la pasión por la caza que tiene desde
joven.
Siguió sin moverse de su posición buscando continuamente con el puntero del arma
el tiro certero en el corazón, como un autómata que tantas veces ha realizado
la misma operación, pero aquella revelación trastocó sus planes y el instinto
asesino de cazador se esfumó. Se dio cuenta, mientras el jabalí ajeno a sus
pensamientos seguía retozando, que los movimientos de la bestia se le antojaban
lentos, costosos, y advirtió que las cerdas blancas eran en realidad canas que
revestían principalmente la cabeza, el lomo y la espalda, dejando más al aire
el pelo castaño por la parte inferior del cuerpo.
“Canas”, se dijo entre dientes Santos, “canas”, maldiciendo el hecho. Y de
repente notó un picor nervioso entre su pelo también encanecido.
El sentimiento iba más allá de una cierta pena hacia el animal. Más bien se espejaba
en él: ambos eran viejos, compartían la misma tierra y disfrutaban de la vida en
el monte. El viejo jabalí blanco se convirtió de repente en un recordatorio de
sucias pezuñas del fin de sus días. Al igual que el cerdo salvaje gozaba en la
charca, entendió que él también disfrutaba, ya jubilado y sin echar de menos el
cuidado de la hacienda, con lo que más le gustaba ahora: perseguir aquel jabalí
por los recovecos de la tierra que los vio nacer.
También sabía que si no le disparaba podría no volver a verlo nunca más, quizás
no pasara el próximo invierno. La noche caía y dejaría de tener un tiro cómodo
y además, en cualquier momento, el albino se cansaría y escaparía hacia un
pinar cercano donde días antes había visto el barro de la charca embadurnado
sobre algunos de los troncos. Durante largos segundos se debatió entre la
disyuntiva planteada, mientras el dedo, vacilante, acariciaba el gatillo y la
frente sudaba gotas de dudas.
Dudas que no tiene ahora a la hora de atacar el rico condumio que ya finiquita.
–Muy rico Juana –exclama repantigándose solazado en la silla.
Sin remilgos se desabotona el pantalón, se acaricia la prominencia de su panza
y emite un suspiro de satisfacción acompañado por una media sonrisa que le
borra las arrugas de la comisura de la boca. Con el estómago lleno contempla la
situación ocurrida en la poza con la alegría de haber tomado la decisión de
disparar al aire, de concederle una segunda oportunidad. Sonríe sabedor de que
más potajes caerán en su estómago antes de tenerlo a tiro de nuevo; pero
concluye también que su mujer no debe saberlo.
Juana retira el plato y se sienta en el escaño. Santos es ahora el que sirve el
café de un pote al que le ha echado previamente una brasa, como acostumbraba su
madre.
Juana mira de hito al marido. Aquella sonrisa instalada en su cara no es
habitual.
Suele llegar del monte maldiciendo su suerte y mucho más tarde, rayando la medianoche;
en cambio esta vez no ha dicho nada y ha llegado a una hora prudente.
–¿Qué? ¿no hubo suerte tampoco hoy? –pregunta sin mirarle, fija la vista en las
brasas lánguidas. Santos da un trago al café antes de contestar y niega con la
cabeza.
–Nada Juana –dice con voz
tímida fingiendo tristeza, como el niño que confiesa una travesura, pero de la
que no se arrepiente– ni rastro del bicho.
Juana suspira, se acuerda de algún santo y sorbe largo el café. –Acuérdate que mañana
a la tarde tenemos la roda para ir a regar, así que olvídate del “cuchino”–dice
después.
Santos quiere rechistar, pero asiente. Luego, haciendo grave la voz, dice que
no ande guardando el pote porque tiene pensado volver en su busca para el
domingo que, aunque menguante, todavía es grande la luna. Respira hondo, y a
continuación, en un intento de ensalzarse en la mentira, jura por sus ancestros
que mientras por sus venas corra un poco de sangre no cejará en el empeño de
poder abatir aquel animal del demonio.
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