martes, 5 de noviembre de 2019

La verdad como terapia

 Certamen literario Margarita Ferreras


Segundo Premio del Primer Certamen Literario "Margarita Ferreras": Tomás González Blázquez.

     Que recluirme en el escueto y poco aireado despacho de la facultad constituyera una especie de respiro y se hubiese convertido en mi escudo protector contra la agenda completa, la lista de espera y las prisas era el signo evidente de que mi relación con la Medicina no marchaba como debería. Si antes casi siempre nos comprendíamos ahora casi nunca nos lográbamos entender. Si en su día, tantos días, la supe y la sentí mi compañera de camino, hoy preferiría que fuésemos cada uno por nuestro lado. No obstante, esa tarde de viernes me tocaba terapia, a la que, ante tal aluvión de síntomas, me había agarrado mientras esperaba que vinieran tiempos mejores, aunque reconozco que no hacía demasiado últimamente para alentar su llegada. Mi analgésico particular eran las memorias de prácticas de mis alumnos, algo descuidados como todo lo que me rodeaba. Las hay metódicas, imaginativas, sesudas, inventadas, mediocres, brillantes, mal escritas y literariamente valiosas. Más que de evaluarlas, se trata de detectar puntos de apoyo para las tutorías y pistas para cubrir las lagunas de la asignatura de Medicina Familiar, que a duras penas lucha en el inhóspito medio universitario. En cualquier caso, sus notas procuraban que mi esperanza no fuera falsa, esa que anhela que vuelvan tiempos pasados, y conseguían que saliera del despacho algo recompuesto y más o menos aliviado. El lunes siguiente, en el centro de salud, la cruda realidad ya se encargaría de desmoronar los castillos sostenidos por mis ingenuidades, pero el horizonte del viernes bastaba para que mi desvanecida ilusión no se diese por vencida.

     Hablo ya en pasado porque aquel texto de una tal Pérez Corral, E., cuyo rostro no lograba ubicar en el aula, significó mucho más: me hizo la mejor anamnesis que recuerdo, me exploró a conciencia, dio con mi diagnóstico y me prescribió el tratamiento que llevaba años necesitando. Sin saberlo, pero sabiendo lo que escribía, porque se lo habían dictado a medias la cabeza y el corazón.

     Profesor Morgado, me permito recurrir a la forma de carta para hacer memoria de mi período de prácticas en la zona básica de salud de Aliste. Seré franca: lamenté mi suerte. Quise cambiar mi destino. Estaba lejos. No quise ir. Y los primeros días alegué un catarro que se alargaba. Terminé atendiendo la persuasiva llamada del doctor Sevilla, mi tutor asignado, y me resigné a asistir.
¡Tres semanas! Lo que entonces me parecía una eternidad hoy lo juzgo muy escaso, y aprovecho para proponerle que sean seis. Las mismas que pienso pasar allí el próximo verano, con el propósito de confirmar la intuición que me ha sugerido lo vivido allí en estos días tan intensos. Si en algún momento dije que quería ser cirujana torácica, o ginecóloga, o trabajar en las urgencias del hospital, ya sé que no: yo quiero ser médica de pueblo, de uno de esos que ahora llaman de la España vacía, tan llena de pureza y de vida.
     A decir verdad, cuando llegué a Aliste no tenía nada claro que hubiese acertado en la elección de carrera. Empezaba a cansarme, a aburrirme y a atemorizarme. El hospital se me caía encima, me costaba ver a la persona en el cuerpo enfermo, y no me parecía distinguir nítidamente la humanidad en las relaciones entre profesionales y pacientes. Pronto supe en Aliste que sí. Que yo tengo que ser médica, o al menos luchar para intentar serlo.
     No eran mis pacientes, sino los de don Lucas, pero me han dejado que los mire a los ojos, que ponga oídos a sus quebraderos de cabeza, y de caderas, y de rodillas, que les toque la tripa y les escuche la respiración. Han abierto para mí la boca y las puertas de sus alcobas. Me han regalado huevos de sus gallinas, leche de sus vacas, miel de sus colmenas, lechugas de sus huertas y secretos íntimos de sus vidas sufridas, a menudo solitarias, y siempre aleccionadoras. Han dejado que me acerque a la cama donde padecen, con el consuelo en su mesilla de la Virgen de la Salud a la que se encomiendan, y me han ofrecido su lavabo y su toalla, su hospitalidad humilde y su cariño sincero.
      He aprendido sus nombres y les he preguntado una y otra vez sus apellidos, para no confundirme entre Mezquitas y Faúndez, Gabellas y Genicios, Mielgos y Ferreiras, Ratones y Belveres, Sutiles y Bazales… He conseguido que la neo de colon de la 425 sea el señor José, o que el dolor torácico del 1B sea la señora María, y preferir un aviso urgente en el Villarino de Manzanas o en el que se extiende hermoso Tras la Sierra a subir a la sexta planta en ascensor. He tomado de la mano a un paciente admirable en la calle San Fabián y le he cerrado los ojos a otro cuando había llegado su hora, esa que no sabemos y sobre la que no tenemos poder. He subido a las ambulancias y entrado a los velatorios, he auscultado arritmias en las cocinas y palpado edemas en las salas de estar, he oído malas noticias y compartido algunas lágrimas.
     Perdone, porque me he dispersado y estoy lejos de cumplimentar una memoria de prácticas con sus objetivos marcados, sus conocimientos aprendidos, sus habilidades adquiridas y su autoevaluación, pero sí le diré que, sin saber muy bien a qué iba a Aliste, vuelvo de allí reencontrada conmigo misma. Les he visto vivir, pedir ayuda y darla, dolerse y sonreír, morirse y eternizarse. 
     Laten, claro que laten. Será una España vacía pero rebosa de sabiduría y generosidad siendo pobre y tan auténtica. Por eso quiero regresar. Para adentrarme aún más en lo que Aliste me ha mostrado en las arrugas de su piel, en el desgaste de sus articulaciones, en el vigor de sus pocos niños y en la ternura de sus muchos mayores. Será una España vacía pero quiero recorrerla con mi maletín, recibir en sus consultorios y visitar sus casas".
    Aquella lectura resultó ser para mí un acto médico en toda regla, de esa regla heterodoxa de los soñadores e incomprendidos. No sabía muy bien si convocar a la tal Pérez Corral, E. a una tutoría en la facultad o citarnos allí donde había descubierto que quería ser médica y qué clase de médica quería ser, pero pronto decidí que el encuentro se revelaba innecesario. Era yo quien debía buscar mi propio Aliste, ése que llevaba dentro como lo llevaba ella y que tan apasionadamente me había señalado. Un Aliste auténtico, que reconcilia y reencuentra, como cuando se descubren los cuerpos y se desnudan las almas y al fin, certera e inapelable, brilla la verdad.

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