martes, 5 de noviembre de 2019

Retrato de aquellos años

 Certamen literario Margarita Ferreras


Primer accésit del Primer Certamen Literario Margarita Ferreras: Ángela Galán Mezquita


     La casa donde vivíamos era muy grande aunque mal aprovechada por que estaba hecha a salto de mata, pero grande a fin de cuentas, con paredes interiores de adobe y forrada la fachada con piedras ferreñas. Tenía unas ventanas pequeñas (ventanucos le llamábamos) para que no se fuera el calor y, a la vez, para que se colara algo de claridad. La única entrada para toda la vivienda era por la cuadra de las vacas. Ahora, ¡qué cosas!, la mitad de aquella cuadra es un hermoso salón con su correspondiente recibidor y la otra mitad, un garaje para coches que conserva las mismas puertas de antaño, perfectamente restauradas, y que de niño me parecían descomunales y sin embargo ahora, con cierta destreza de buen conductor, apenas puedo meter mi monovolumen por ellas…

     Por los años 70, en la casa vivíamos mis abuelos, mis padres, mis nueve hermanos, 8 ó 10 vacas, ya no recuerdo bien, un marrano, una burra, y yo.

     Recuerdo que a mi abuela le costó aceptar las mejoras que se hicieron en la vivienda una vez que mis padres se jubilaron, y dado que ninguno de nosotros quisimos seguir de agricultores por que teníamos la vida resuelta con trabajos tal vez menos agobiantes y posiblemente más remunerados, recuero que ella –repito- no vio con buenos ojos cuando partimos el corralón a la mitad y pusimos el yugo de las vacas de perchero en el salón y sobre el piso de tierra batida, colocamos tarima; y el arado romano se adecentó para ponerlo en el vestíbulo, junto con el rastro y las tornaderas, dándole un aspecto rústico del que, ironías de la vida, estábamos huyendo.

     Sin embargo, al final estaba encantada con el cambio, “parecía una casa de ciudad”, decía, “como la del médico de los ojos”, al que la llevamos dos o tres veces para que le graduara la vista.

     Se pasaba horas en el sillón, mirando la tele sin verla, quizá recordando aquellos tiempos de niños al cuello o arrollados en un mantón a la espalda mientras sembraba la huerta o segaba la herraña. Ella también tuvo muchos hijos, varios murieron al nacer, pero aun así recordaba a todos con el mismo amor que recordaba a los que vivían “por el mundo”. Raro era el día que no la llamaba alguno y cada conversación acababa con una retahíla de besos que daba al auricular como si de la mejilla de mis tíos se tratara.
     Mi abuelo huía del teléfono, decía que lo dejaba sordo. Él era más de ir a pasear y de conversar en directo que de sillón, pero al final de la tarde siempre acababa sentado al lado de la que fue su “compañera de fatigas” por casi 60 años, dándole las pastillas que tenía que tomar, “no sé pa qué, si ya con esta edad…”.
     De día había que trabajar en el campo o en la casa, o ir a la escuela o con las vacas, dependiendo del rango de cada cual en la familia, pero al oscurecer cambiaba todo, no tanto en verano que las horas de sol se prolongaban, pero sí en invierno, cuando todo estaba en una cálida penumbra y la lumbre era el núcleo, el corazón chisporroteante que nos reunía a todos. Sobra decir que no había televisión; sí al cabo de los años mi padre nos compró un aparato de radio que acabó ocupando un espacio preferente en la cocina, sobre una estantería de madera que fabricó él mismo con varios travesares de una banasta fruta que encontró tirada por ahí. Su ilusión siempre fue la de ser carpintero, pero no se dieron las circunstancias.

     ¡Ay…! Cuántas historias narradas alrededor de la lumbre que nos iban marcando el carácter: contándonos siempre anécdotas con enjundia mis abuelos, organizándonos la vida mis padres mientras mis hermanos y yo sin duda escuchábamos, pero no sin ir alborotando cada dos por tres la cena. Más de un coscorrón, que servían tanto de plato único como de postre, llevamos.

     Pero nos educaron bien, metiéndonos en vena las premisas para ser hombres y mujeres respetuosos, valientes. “No os dejéis pisar, hijos –decía mi madre- pero tampoco piséis a nadie que la virtud siempre está en el medio”. Trabajo me costó saber qué quería decir exactamente esa buena mujer hasta que llegado el momento, pude ponerlo en práctica.

     Recuerdo a mi abuelo contar una y mil veces las mismas terribles historias del 36, o a mi abuela contarnos las penurias de aquellos años en los que sobrevivir en el pueblo era una tarea casi imposible pero aún así tiraron “p´alante” formando una familia y siendo dueños, con mucho sudor, de una hacienda pequeña pero que les daba de comer. Con los años mis tíos emigraron, mis padres se quedaron en el pueblo y se hicieron cargo del capital y, algún tiempo más tarde, de los abuelos, ancianos ya.

     Sin temor a equivocarme diré que los dos de los días más tristes de mi vida fueron los del fallecimiento de los viejos, que se llevaron sólo tres meses de diferencia, con noventa y seis y noventa y ochos años de una vida plena, sin remordimientos, quizá sí con algún arrepentimiento pero no por lo hecho, “por que lo hecho, hecho quedó”, sino por aquello que quedó sin hacer… Mi abuela en más de una ocasión confesó que le hubiera gustado aprender corte y confección, que siempre tuvo esa ilusión desde niña pero véase que la pobreza impide tantas veces a las mentes inquietas cumplir sus sueños...; en el pueblo no había quien enseñara, pero si en la capital y para ello tendría que haber ido allí en el coche de línea, pagar una pensión y quedarse una temporada de pupila, mas… no había posibles. y no pudo ser y “lo que no puede ser, es imposible”

     Con los años pudieron comprar a plazos una máquina de coser Singer de segundas manos y con empeño e intuición de buena autodidacta, aprendió su manejo y cumplió su sueño de costurera.

     “Y aprendió bien la condenada”. Le hacía toda la ropa a sus vástagos y, como apostillaba orgulloso el abuelo cada vez que tenía ocasión, “eran esos trajes la envidia del pueblo”. Los retales los compraban a un ambulante de Benavente que venía todos los años a Alcañices por la Salud, y una o dos veces más al año, al Cristo de marzo o al de septiembre, en San Vitero.

     Nosotros íbamos creciendo, algunos yendo y viniendo de cursar nuestros estudios en Zamora, que no era poco, y los fines de semana y los veranos enteros ayudando en el campo. “No es ayuda- decía solemne mí padre- que vosotros también coméis”. Y cuánta razón tenía. No conocimos la playa ni por equivocación, pero en septiembre llegábamos a clase tan morenos como los demás.

     Nosotros íbamos creciendo, sí, y ellos iban envejeciendo y muriendo, sin remisión, sin marcha atrás, inevitablemente la vida imponía su ley.

     Actualmente somos la tercera generación de la misma familia que vivimos en la casa. Una casa con mil historias impresas en el ambiente, en las paredes y, sobre todo, bajo la capa de barniz que esconde el humo y el color añejo de las vigas de la cocina que cortó mi abuelo y colocó sin más ayuda que la de sus entonces jóvenes manos y las de mi inquieta abuela.

    Quizá mis hijos o mis nietos vuelvan a remodelar la casa, a darle el toque de la época que le corresponda, ya que los cimientos están perfectamente consolidados y la casa por dentro no es más que un retrato de la etapa en la que se habita.

No hay comentarios:

Publicar un comentario