lunes, 18 de noviembre de 2019

PREGÓN DE LA JORNADA DE EXALTACIÓN DE LA CAPA ALISTANA 2019


PREGÓN DE LA CAPA 2019 en Rabanales 17/11/2019


(A cargo de Pilar Cisneros Sanabria, periodista y codirectora de la Tarde de Cope con Fernando de Haro, natural de Mahide, en la comarca zamora de Aliste)

            Hoy es un día grande para todo el que como vosotros y como yo amamos nuestra tierra alistana. Tierra de jaras y brasas, de hielos y anhelos, de piedras y campos. Con sus luces y sus sombras, con sus desvelos y sus conquistas.

            Porque una conquista es cuando un pueblo quiere salir adelante y entiende que para hacerlo tiene que recuperar, cuidar, mimar y hacer presente el pasado.

            Reinventar el pasado para lanzarnos al futuro, así es como veo yo iniciativas como la recuperación de la capa alistana. Un trabajo que durante años quedó en manos de unos pocos héroes anónimos que supieron intuir la importancia de mantener esta bonita tradición. Porque no estamos hablando solamente de una prenda de vestir con su utilidad, que la tiene, sino también como símbolo de una cultura y una forma de sentir y vivir típicamente alistana.

            Juan Gallego, nuestro recordado artesano de Bercianos, lo sabía y a él sobre todo le debemos el estar hoy aquí todos reunidos en este acto de exaltación de la capa alistana.

            Y que suerte tener la continuidad asegurada por artesanas como Rafaela Fernández de San Vitero, digna sucesora de esta bonita labor y que podrá contar a sus nietos que hizo una capa para el Papa.

            Y esto no acaba aquí por fortuna y hoy podemos decir que la mecha ha prendido y que más hombres y mujeres quieren unirse a esta tradición simpar e incluso en mi pueblo tenemos la continuidad asegurada con María Alonso, que ha abrazado con entusiasmo el paño, la aguja y el hilo.

            Gracias a todos estos insignes artesanos y a los que vendrán y gracias a la Asociación para el Estudio y la Promoción de la Capa Alistana (APECA)  que ha sabido apoyar y hacer crecer este trabajo silencioso de gente como Juan, Rafaela, María y también de mujeres como la “Ti Prisca” a la que vemos todos los días en el pueblo con su “cayato” y sus perros dando el paseo de cada tarde y después, vuelta a la lana. Y así te queremos seguir viendo, cada día, cada tarde de charla en “la Quinta”, tu barrio.

            ¿Os gusta mirar las manos de la gente?

            Mirad las manos de Prisca. Fijaos en esas manos cuando os encontréis perdidos, confundidos o perplejos ante la vida. Fijaos en esas manos que hablan solas, que hablan más que muchas bocas, porque en manos como las suyas está la sabiduría, la fuerza y el coraje de las mujeres alistanas. Manos que cardan y enseñan, hilan y velan, tejen y cuentan.

            Cuanto trabajo detrás, cuantas horas de esfuerzo en el ayer y en el hoy para confeccionar una prenda para huir del frío, la niebla y la helada. Puntada a puntada, dejándote los ojos en invierno porque la luz en Aliste en diciembre nunca parece suficiente. Tierra de grises, de sentimientos pardos, como la propia capa, porque parda es la lana como la propia alma de los nacidos aquí, en esta tierra alistana. Parda no por triste, no por tosca, un poco melancólica sí, que la propia tierra, los hielos fuera de temporada que acaban con el fruto, la lumbre que te quema las piernas y te congela la espalda, no te prepara para ser la alegría de la huerta en los inviernos alistano. Parda no por áspera, si no por fuerte, tenaz y recia. Parda no por oscura, si no por caliente, amable y protectora.

            Capa alistana recuperada como bien inmaterial para el presente y el futuro, con puntadas de fuerza, de cincel más que de aguja, de dedicación sin límites de los nuevos artesanos que tejen y tiñen, que cortan y cosen, que diseñan y prueban.

            Y gracias a todas esas manos, que cada vez son más la capa subsiste crece y nos va a abrigar a una nueva generación de alistanos. Y nos arropará el cuerpo y nos calentará el alma porque eso es lo que consiguen las prendas que son historia, historia viva y no pasada, historia nueva de Aliste, de Aliste mi tierra, mi tierra  y no más.

            Y mi tierra y la vuestra es tierra de montañas y vegas, de ríos y fuentes, de regatos y zudas, de pinos y chopos, de golondrinas y autillos, y mi tierra alistana es tierra de ovejas y pastores. Y sí, por eso, es hoy un día grande para Aliste, porque es un día importante para la capa alistana y para su exaltación en esta jornada fría como la que ha amanecido hoy. Pero es mucho más que eso, porque hoy por fin se cierra un círculo inevitable, perfecto, lógico y justo. Hoy es el día en que la capa alistana vuelve convertida ahora en Capa de Honras a sus legítimos dueños, los pastores de Aliste. Hoy se cierra un círculo, se paga una deuda y como se dice en nuestra tierra, el que paga descansa.

            En este domingo de hielo la recuperación de la capa alistana cumple, más que nunca, con su destino, desde que la Asociación comenzó a trabajar. Hoy recuperamos la capa para Aliste, para Zamora, para el mundo, a través de sus legítimos portadores: los pastores. Vosotros los pastores, como Jesús Vara con casi 90 años y toda la vida dedicada al pastoreo, con la ayuda inestimable de su mujer Leonor y que sigue echando una mano a su hijo Dámaso con las ovejas. Porque el pastor lo es para siempre. Uno no se jubila nunca del rebaño.

            ¿Cuántos pasos de tierra y jara llevas tus piernas Jesús? ¿Te imaginas que los hubieras contado alguna vez? ¿Se te ha ocurrido echar la cuenta? ¿Un millón, 10 millones, 300 millones? Tú  eres hoy el máximo representante de un oficio lleno de amor, pasión y sacrificio.

            Atento al rebaño 24 horas al día, 365 días al año, sin vacaciones, ni relevo. Porque ser pastor en Aliste es pastorear sin pausa y pastorear es caminar, escuchar, pensar, luchar. Pastorear es contar, penar, reír, otear. Pastorear es espantar, reunir, mirar…, en definitiva vivir, pero vivir de verdad, vivir sin prisa, sin mirar atrás, sin tiempo, con espacio, con luz, con frío, con agua, con Sol y con nieve.

            Vida de pastor, vida de Aliste. Todos llevamos sangre de pastor en Aliste. Todos. Mi madre fue pastora 8 años. Mi madre, Irene, a la que muchos conocéis. Ella tuvo suerte. Pudo estudiar hasta que cumplió los 14 años; pero justo entonces cuando terminó la escuela mi abuelo la echó de pastora. Porque así es como se decía, porque así es como se dice, echar de pastor. No era una elección, era lo que había. Pastor, pastora.

            El primer día lloró sin parar. Todo el día, hasta que llegó mi tío Paco por la tarde a darle el relevo. No fue una historia triste. Una vida dura, pero no la peor vida posible en el campo de los años 50.

            Lo mejor: el trabajo al aire libre, la amistad de todos los jóvenes del pueblo cuando en los campos no había ni dos, si no 30 o 40 rebaños. Tiempos de camaradería y charla entre pasos y esquilas.

            Lo peor: el lobo, las tormentas, el frío del invierno, cuando en Aliste y en España el invierno era un infierno de hielo y sobre todo, cuando llovía, mojada hasta los huesos durante horas. Muchos de los que estamos aquí no hemos sentido ese frío de cueva en la vida.

            Eso y el desconcierto de un día de niebla cerrada en la sierra cuando de repente ya no sabes si vas para adelante o para atrás; para arriba o para abajo y sólo buscas la manera de mantener las ovejas juntas hasta que escampe.

            En esas jornadas, frías, húmedas, grises, se deseaba, se ansiaba una prenda que arropaba, abrigaba, te conectaba con tu casa y con tu hogar. La capa alistana fue llevada ya no tanto por necesidad pero sí con orgullo por sus auténticos embajadores.

            Capa tosca y casera en aquella época, pero capa al fin y al cabo. Capa cuando la había porque a veces sólo llevaba la jerga. Nadie como los pastores pueden merecer más la imposición de la Capa de Honras Alistana. Porque es vuestra, porque os pertenece por derecho. Que la capa alistana haya llegado hasta aquí y ahora podáis llevarla con honores no ha sido de casualidad, ni por un milagro. Llega porque hay una serie de personas que han puesto su empeño en que no se pierda y eso es lo que quiere la Asociación con jornadas de exaltación como ésta, para que las nuevas generaciones sepan cuáles son sus raíces. La capa como símbolo de lucha contra  el olvido de nuestros oficios, nuestros trabajos y nuestra lucha contra el fantasma del abandono y la despoblación.

            Permitidme expresaros mi preocupación también por nuestro futuro. No pesimismo, pero sí desconcierto, incertidumbre por lo que vendrá, por ejemplo la propia profesión de pastor. ¿Cómo la ves tú, Jesús? Visto desde la ciudad, desde la soberbia a veces de los que vivimos allí, lo de ser pastor se ve como algo bucólico, romántico, bello, algo que nos conecta con la naturaleza y con el mundo animal. Y es cierto que tiene esa parte, pero sólo vosotros sabéis todo lo que hay detrás: jornadas eternas, 24 horas pendientes del rebaño, sin fiestas, sin días libres, sin vacaciones.

            ¿Quién quiere ser pastor hoy en día? Y la gran pregunta: ¿desaparecerán los pastores de las tierras de Aliste? ¿Desaparecerán los pastores, los niños, las escuelas, desaparecerán los médicos, las farmacias, desaparecerán los cantos y las alboradas, la “sementera” y los tamboriles?

            La despoblación seca y extingue los pueblos castellanos y los de Aliste son un ejemplo de ese temor y aunque todavía vivo, el latido de esta tierra es como el de un corazón cansado. Es cada vez más débil, un corazón que late a ratos, que late a golpe de fiestas de verano, puentes y Semana Santa. Nos guste o no, no nos vamos a engañar, somos paradigma de la España olvidada, de la España vaciada.

            Me preguntan a veces qué pienso cuando los políticos hablan de los problemas de la España vacía y ahí sí que me sale de lleno el carácter alistano y sólo acierto a encoger los hombros. Soy escéptica. Hablar de la España vaciada está muy bien, por fin entra en las conversaciones y en los programas de la política nacional, pero permitidme que ponga cara de: “palabras, palabras, palabras, pero… ¿Dónde están los hechos?

            Vivimos un drama. Nos estamos jugando la desaparición in no trabajamos juntos para que eso no ocurra. Los primeros que tenemos que creer en nuestra tierra y en sus posibilidades somos nosotros mismos. No dejarnos llevar por la desesperación y la resignación. Hay que desterrar de nuestro vocabulario el “eso es lo que hay”, “¿quién va a querer venir aquí? Y el “si viene, algo malo querrá”.

            Ya no tenemos tiempo ni para la desconfianza. El reloj (tic, tac, tic, tac) sigue con la cuenta atrás y la naturaleza hará el resto si no trabajamos para cambiar las cosas.

            Hoy vemos que “Teruel existe” y Zamora ¿no existe? ¿No existe Aliste? Hay esperanza. Tiene que haberla. Aunque los políticos la mitad de las veces no saben de lo que hablan porque no nos conocen, lo cierto es que la despoblación y el concepto de la “España vaciada” han entrado en los programas, en la declaración de intenciones y hay que aprovecharlo. Pero no podemos dejar que se les olvide. Tienen que oír nuestras voces, porque no es verdad que no tengamos nada que ofrecer. Sólo necesitamos un poco de ayuda, un impulso hacia el futuro en forma de buenas carreteras, más transporte público y más rápido, mantener a toda costa las escuelas, los médicos, las farmacias y que lleguen de una vez por todas las nuevas tecnologías. Internet es hoy en día un derecho primordial Todos esto tienen que venir de fuera, de la administración regional y nacional, pero también desde dentro, desde nuestro propio corazón alistano. Tenemos que aprender de una vez por todas a valorar lo nuestro y  a saber venderlo.

            Fijaos en la profesión de pastor. A los pastores que hoy honramos con las capas. Debería ser la profesión de moda.

            ¿Cuál es una de las tendencias más claras del mundo en el que vivimos? La protección del medio ambiente, la sostenibilidad del planeta, la lucha contra el cambio climático… Dentro de pocos días se celebra la cumbre del Clima en Madrid. Tanto que se habla de ecología, ser pastor es probablemente la profesión más ecológica y sostenible que existe. ¿Por qué entonces las nuevas generaciones no quieren ser pastores? Porque habrá que hacerla sostenible con las nuevas  formas de vida de la gente joven: claro tiene que haber negocio, sí, mayor productividad, pero también más servicios, más descanso, más ocio y esto sólo se consigue con la introducción de las nuevas tecnologías. Las nuevas tecnologías tienen que estar en el campo, también para los pastores, especialmente para los pastores.

            ¿Sabéis que con una buena conexión de internet yo podría, a día de hoy, hacer mi programa de radio de cuatro horas, desde el campo de Gallegos todos los días y que ninguno de vosotros notaría que yo estoy en Aliste y Fernando de Haro, mi compañero, está haciendo el programa desde Madrid? Podría cuidar un rebaño de ovejas a la vez que presento La Tarde. Eso sí, con un poco de sonido ambiente, de balidos de ovejas y con la ayuda de unos buenos perros, claro. Luego estará mi elección personal si quiero vivir aquí o en Madrid, pero lo importante es tener esa opción, que los jóvenes la tengan, que no se encuentren en un callejón de salida y eso sólo se consigue con la modernización de las infraestructuras y las nuevas tecnologías. Hay que seguir exigiendo todo lo nuevo para nuestra tierra mientras seguimos guardando, recuperando y relanzando las tradiciones centenarias. La capa alistana es símbolo de todo esto. Cientos de años de tradición ahora recuperada por manos artesanas para que sirva de catapulta hacia adelante, a otro tiempo, a otro mundo, pero desde aquí, pisando tierras alistanas.

            Por esta mezcla de tradición y futuro, de pasado recuperado y modernidad, la capa se ha impuesto a personas que han trabajado para mejorar nuestra tierra desde las artes y las ciencias. Y también ha sido fantástico ver con la capa alistana a personalidades de relevancia extraordinaria como el Papa Francisco, Mariano Rajoy  o mi querido Carlos Herrera. Todos se la merecen, todos han honrado nuestra capa y con ella nuestras tradiciones, pero de lo que estoy plenamente segura es que nadie la va a llevar con más orgullo, amor, dedicación y elegancia que aquellos a los que le pertenece por derecho: los pastores de Aliste.

            Que llevéis la capa como sabéis, con la cabeza alta, con vuestro paso firme pero pausado, con vuestra sensatez y buen hacer por los campos y sierras de Aliste y siempre más allá, más allá, hacia el futuro y hacia la esperanza de nuestra tierra alistana.    

martes, 5 de noviembre de 2019

Yoga, ipads y Aliste

 Certamen literario Margarita Ferreras


Segundo accésit del Primer Certamen Literario Margarita Ferreras: Almudena Blanco González


     Mi abuelo José hizo la mili en Tetuán. Nació en Matellanes y se casó con Basilisa de Ufones. Vivieron allí toda la vida. En verano José nos subía a la burra a mis primos y a mí y jugábamos a ser caballeros valientes en tierras áridas. Marcelina tenía un pelo tupido y polvoriento, como de alfombra marrón tosca, y movía las orejas como élices de viento que lanzaban moscas de un lado a otro. Yo me sentía Dulcinea trotando por esos caminos de polvo.
     En San Francisco los taxis son de color amarillo y saltan por las cuestas de la ciudad como barcos sin ancla. Los cafés se venden en vasos de papel muy grandes y se piden para llevar. Se sirven con leche de soja, arroz, normal o crema. Rara vez la gente en Estados Unidos se para a tomar un café en una cafetería. Se considera una pérdida de tiempo.
     Al entrar al corral de mis abuelos los días que habían retirado el estiércol, sentía un hedor fortísimo casi a amoníaco que me hacía saltar las lágrimas y contraer todo el cuerpo. Aguantaba la respiración y evitaba coger aire por la boca porque había tantas moscas en el corral que pensaba que alguna se podía colar hasta mi garganta. Los gatos saltaban rápidos hacia la parte del trastero al verme llegar. El techo del corral estaba cubierto de telas de araña de color beige, por tanto polvo como acumulaban. En el corral vivían las vacas, los terneros y los cerdos. También un perro. Usábamos una soga para colgarla de una de las vigas del corral y hacer un columpio. Poníamos un pañuelo atado como asiento para no clavarnos la cuerda y nos balanceábamos toda la tarde. El columpio nos hacía volar tan alto que casi rozábamos las telas de araña con sus muchas moscas polvorientas y atrapadas. En la zona conocida como Bay Area, en California, hay un tren que hace también las veces de metro y que comunica San Francisco con Oakland y Berkeley. Se llama BART, Bay Area Rapid Transit.

     Al Puente Pisón sobre el río Mena corríamos cada tarde a jugar a las confidencias, a aprender del primer amor y a pescar sardas. Un palo atado con una hebra de plástico, un anzuelo y un gusano de tierra daban forma al arma letal que nos permitía volver a casa con una buena cantidad de pescados pequeños. Mi madre cocinaba algo con esas sardas y después nos íbamos con las bicis a dar vueltas sin fin a la iglesia y subir hasta la era.
    Las casas en San Francisco son inaccesibles para la clase media. Comprar una vivienda es prácticamente imposible si no se dispone de algunos millones de dólares. Simplemente alquilar una habitación en un piso compartido supera los mil dólares al mes.
    Este verano mi tía Inés nos ha enseñado sus gallinas de huevos azules. Son la expectación del pueblo. De procedencia gallega ponen huevos apepinados y bajos en colesterol. Una amiga de mis padres a la que le gustaría ser artista ha visitado por primera vez Aliste este verano y ha hecho fotos a esas gallinas y al corral destartalado y sin techo en el que viven, abierto a la luz, en mitad de Ufones, lleno de contenedores de plástico y donde se cuela una luz suave que se filtra por las telas de araña. En este corral esas redes animales pendulan alargadas desde las vigas de madera recordándome a las esculturas de látex de Eva Hesse. Sus obras postminimalistas son sumamente especiales. En el museo de arte contemporáneo de San Francisco tienen una pieza suya que me recuerda a un panal de abejas. En Bercianos tenemos un amigo que produce una miel riquísima.
    Los pisos se están encareciendo tanto en San Francisco con la llegada a la ciudad de empresas como Twitter o Airbnb que zonas antes marginales como Oakland se están convirtiendo ahora en el refugio de moda de los que no quieren abandonar la zona pero que no pueden permitirse vivir cerca del Golden Gate.
    Le quitábamos las alas a las moscas. Y después posábamos a los animalillos en el poyete de la ventana y corrían, como si se tratara de una carrera de galgos en miniatura. Daban una sensación entre asquerosa y fascinante, esos seres mutantes transformados por nuestra maldad. Comíamos pollo de corral. Tajadas de pollo acostadas sobre un trozo de pan, sin plato, y que iban chorreando salsa sobre un hule de plástico que cubría la mesa y que tenía el mapa de España dibujado. Me confundía que en lugar de País Vasco dijera Vascongadas. Y era raro e ilusionante comer en casa de mis abuelos. La salsa de aquella comida pringaba el mantel hasta cubrir la parte del Reino Leonés y mi madre no me regañara por chupetearme los dedos.
    La comida biológica es una tendencia en San Francisco. Hay un movimiento generalizado a favor de evitar la comida transgénica y se establecen dinámicas que honran al producto desde la producción hasta la forma en la que es comercializado. En muchos sitios coges tú tus propias verduras, las pesas y dejas el dinero que corresponde. Dicen que el sistema se basa en un código de honor.
    En el Puente Pisón ahora hay menos agua. Este año he visto sombrillas de paja ibicencas en Villardeciervos. Parecía que estuviéramos en Menorca cuando en realidad era una playa de la Sierra de la Culebra. Al acercarnos a la orilla vimos a un zorro que bajaba a beber agua. Una mañana, conduciendo hacia Ufones, se cruzó un cervatillo por delante de mi coche, atravesando mi camino. Me emocionó ver a ese bamby. Hace tiempo pasó lo mismo con un jabalí.
    En San Francisco es muy fácil practicar yoga. Hay infinidad de tipos. Es casi una definición personal asistir a clases específicas de esta discipina. La ciudad está repleta de personas que caminan con esterillas en sus mochilas.
    La última vez que visité el pueblo fui al cementerio. Después de la festividad de San Antonio. Limpié la tumba de mi abuela y le ordené las flores de plástico. También posé sobre su lápida un ramillete de lavanda que cogí del suelo tras la procesión del santo. En el mármol se leía con claridad 'Basilisa' y la palabra 'familia'. Y había un montón de pájaros cantando sobre el roble de la entrada. En el corral de mi tía Inés ya no hay vacas. Su casa ahora se llena de nietos que no se construyen un columpio en el corral con una soga. Tienen tabletas digitales. Las usan para conectarse a internet y jugar en línea.
    Apple está en Silicon Valley, a una hora al sur de San Francisco. Allí diseñan tablets, iphones, ipods y ordenadores. Muchos de sus trabajadores eligen vivir en la ciudad aunque sea más cara y aunque tengan que conducir todos los días porque la vida en San Francisco es más enriquecedora que en Palo Alto. Hacen yoga y tienen acceso a comida orgánica proveniente del comercio justo. Allí no hay sardas, pero se come mucho cangrejo. Y allí... jamás he visto una mosca.

Gladys de Magdala

 Certamen literario Margarita Ferreras


Primer Premio del Primer Certamen Literario "Margarita Ferreras": Juan Francisco Domínguez Ridruejo

- Gladis, mira, ahí viene tu amiguito Pepe. Parece que te ha cogido fijación, chica, desde el primer día solo quiere tratos contigo, cualquiera diría que se ha enamorado. A mí me parece muy sosito, la verdad.

- Mira niña, no sé pol qué tu dises esas cosas. El otro día te tomaste unas copitas con él y se te veía mu melosita.

- Mujer, como estabas ocupada con otro cliente te lo entretuve para que no se marchara.

- Si chica, pero si me demoro un poquito en bajal tu me lo robas, que ya yo te vi las intensiones.

- ¡Cómo eres, Gladis, hay días que no se te puede hablar! –

     Gladis dejó su copa en la barra, y al bajar del taburete la abertura interminable de la falda dejó ver sus larguísimas piernas rematadas en unos zapatos con plataformas de vértigo. Se acercó a Pepe, que acababa de estacionar su todoterreno cubierto de polvo del Cristo de Septiembre, le rodeó el cuello con sus brazos sosteniendo un cigarrillo entre los dedos y al tiempo que le aproximaba su generoso pecho le acarició la mejilla y exhaló una enorme bocanada de Marlboro.

- Hola, mi amol, ya yo tenía ganas de velte, tu sabes... –

- Hola, maja, ¿qué tal? – le dijo Pepe muy serio.

- ¡Uy, que carita tienes!. Venga, mi hijito, tómate algo con tu Gladis que ella te va a espantal los malos humores–

     Gladis era una caribeña con una extraordinaria planta, cuarenta años muy bien rematados, buen porte, hermosa cabellera y unas caderas que, en expresión de un andaluz de casta, quitaban el sentío. Desde el primer momento, no se sabía por qué razón, le cayó bien aquel tipo enfundado en su eterna camisa blanca remangada por encima de los codos que apareció pocas semanas antes por el Club de carretera.

     Quizás porque desde la primera vez que compartieron mostrador, copa y catre él se abrió de par en par y ella, que tenía buena madera de psicóloga forjada en tantos años de ejercer su oficio, se percató rápidamente de que era un hombre sin doblez, totalmente sincero.

     Pepe era un personaje corriente, de los que no rompen moldes, un agricultor más de las tierras del Oeste Zamorano. Muy trabajador, parco en la expresión, soso en las acciones y con muy poco seito a la hora de tratar con el sexo femenino. Ni siquiera en el trato con la meretriz fue original y desde el primer día descargó en ella el infortunio de su matrimonio. Se quejaba de que, en lo tocante a las relaciones íntimas, su mujer lo rechazaba de forma reiterada. La verdad es que la historia de su matrimonio no se distinguía precisamente porque la cuestión sexual hubiera sido de rompe y rasga, más bien se caracterizaba por haber tenido la pasión justita; las más de las veces, el asunto carnal a Pepe le dejaba un regusto agridulce. Él procuraba enjugar los sinsabores volcándose de forma casi absoluta en su trabajo, pero últimamente los rechazos eran abundantes y sin ninguna justificación, de manera que se decidió a visitar el Club. Fue entonces cuando conoció a Gladis.

- Estoy muy harto chica - Le soltó la última vez después de desahogarse - voy a separarme, no aguanto más, tengo la sensación de estar viviendo con una estatua, tan fría como la piedra, parece que le doy asco, no sé... Lo tengo decidido, me voy a la casa que fue de mis padres, mañana mismo.

- Pero chico, tu piénsate bien lo que hases que los hombres no sabéis estal solitos ni freíl un huevo y luego tu te vas a arrepentíl – le contestó ella mientras se aseaba.

- Nada, nada, estoy totalmente decidido. En cuanto llegue a casa se lo suelto y me marcho.

     Pero hoy Pepe tenía muy mala cara, no era la expresión de desánimo y hastío de otros días, tenía la mirada perdida y su rostro reflejaba humillación. La caribeña lo observaba más que con los ojos, con el alma, con ese alma maternal que desarrollan las de su oficio de tanto ver como hombres hechos y derechos les abren su corazón de niño y desparraman todas sus penas, todas sus maldades y todos sus miedos.

- Que te pasa, chico ¿hoy tu no tienes ganas de hablal?, ¿quieres ir rapidito a la faena, sí? –le dijo Gladis después de unos minutos en los que Pepe no articuló palabra.

- No es que no quiera hablar, es que no puedo. Esto no me lo esperaba, me ha caído como una losa. Si me pasa un tren por encima no me deja peor – dijo absolutamente abatido -

- ¿Otra vez tu discutiste con tu mujelsita? Ya tu deberías estal acostumbrado, muchachito.

- ¿Discutir?, mira, mira esto – le contestó Pepe entregándole una nota que sacó del bolsillo – la encontré en el mueble de la entrada, cuando volví a casa decidido a comunicarle que me marchaba.

Gladis comenzó a leer:

<<Querido Pepe: he tomado la determinación de marcharme de casa. No puedo más. Llevo muchos años aguantando tu carácter insulso, tus miserias y tus torpezas en la cama. Me marcho a vivir con la abogada que nos llevó el pleito con Hacienda>>

- Veldaderamente lo de la letrada es un golpe muy bajo, chico.- dijo Gladis.

- Pues sigue leyendo que también hay para ti.

Ella continuó:

<<Si Pepe, con una mujer, no te asustes; yo también he sido torpe por haberme engañado a mí misma toda la vida. De la casa y lo demás ya hablaremos, de momento me llevo el mercedes porque me hace mucha ilusión, es más, me excita sólo de pensar que voy a poder conducirlo todo el tiempo que quiera. Tú con el viejo todoterreno y el tractor te puedes arreglar.>>.

- ¡Joder! – exclamó Pepe – me podía haber dicho antes lo del coche, la muy... Perdona, chica, sigue.
<< ¡Ah!,- continuaba la nota - dile a la fulana con la que andas que usa un buen perfume y un buen tinte pero que es mala profesora. En el tiempo que llevas con ella no has mejorado absolutamente nada. Estaremos en contacto a través de mi abogada. Adiós>>.

- ¿Qué te parece? – preguntó Pepe.

- ¡Sorrona del demonio! – contestó ella – Esto no es ninguna escuela. Mira, mi amol, veldaderamente nesesitas mejoral pero tu no sufras que tu Gladis te va a enseñal muchas cositas.

Y Pepe con la mirada clavada en el suelo preguntó:

- ¿Dime Gladis: de verdad soy tan torpe en la cama? -

- ¡Tú confía en tu Gladis, mi amol! - Le dijo llevándoselo de la mano.

     La última luz de la tarde alistana penetraba por las ventanas del garito y barruntaba un otoño tormentoso con brochazos de soledad.

El pote

 Certamen literario Margarita Ferreras


Tercer accésit del Primer Certamen Literario Margarita Ferreras: José Ángel Casas Barrigón.


     SANTOS se sienta en la mesa con la frenética determinación que da el hambre repasada. Con fingida paciencia se coloca la servilleta en la pernera del pantalón y mira con fijeza a su mujer que retira el pote de la chimenea. Un penetrante olor a guiso de patatas le recuerda que no ha probado bocado desde una tempranera comida.


     Además, ha llegado antes de lo habitual y le ha tocado esperar a que la cena esté lista.



     –¡Qué bien huele Juana! –dice con satisfacción mientras ella sirve el guiso.



     –Mejor sabrá– le replica ella mientras bautiza las patatas con una cazada de caldo.



     No vuelve a decir palabra tras un primer sorbo que le sabe a gloria. Poco a poco, a medida que llena el estómago, el ansia del hambre se diluye en el caldo que engulle y a su vez las imágenes aún tiernas del atardecer vuelven a su mente. Sonríe al recordar que la espera en la charca de las Llamas había sido un gran acierto, sabedor que el final de un verano seco obliga a los animales a beber en contados sitios, como aquel fangal.



     Viejo para subirse a un árbol, Santos había decidido apostarse tras una pared de piedra que se elevaba a escasos metros de la poza. Apenas llevaba allí media hora cuando la silueta de un jabalí apareció recortándose en el horizonte de un cielo entre rojo y cárdeno. Con trote pausado se acercaba al agua y barro de la poza y aunque en la lejanía sólo había sido un bulto deslizándose valle abajo, presintió Santos que aquel era el animal que llevaba persiguiendo meses, desde que vecinos de varios pueblos lindantes al río Aliste juraran haber visto un jabalí de color blanco.



     Santos corta un trozo más de la hogaza y sumerge la miga en el caldo. Degusta cada trozo de carne como si fuera el primero que toma en años y sorbe ruidosamente la cuchara como el último a probar en su vida. La carne es tan suave que se deshace en la boca y sus muelas desgastadas se lo agradecen. 



     El pote había perdido muchos años atrás el protagonismo frente a la cocina de gas, en un primer envite, y luego con la vitrocerámica, hacía ya un año, cuando se empeñó la hija mayor en regalársela.


     –A lo fácil se acostumbra uno rápido Juana– dice Santos como en otras ocasiones–que no digo yo que la cocina esa eléctrica no sea un gran invento, pero es que nada tiene que ver con el sabor que el pote le da al guiso.



     –Ya, ya… –asiente Juana– come y calla ¡anda! que te repites de más… eso sí, a la que guisa nunca la halagas– espeta luego, afanada, sin apartar la vista de otro pote más pequeño con el cuidado de que el café no hierva.


     –Sí mujer, sí… –asiente Santos con cierta desgana, masticando a dos carrillos. Y se guarda para sus adentros que si sale a la espera es también por la recompensa que le aguarda en la cocina los días que va en busca del jabalí.


     Sin decir palabra, Juana vuelve a llenar el plato vacío de Santos. Resuelta el hambre, llega la gula. Santos comienza a degustar la segunda tanda del guiso con paciencia, como había actuado cuando el jabalí se acercó, infalible, a la charca. Cargó con dos postas la escopeta y luego aspiró y exhaló el aire con fuerza repetidas veces. Extrañamente el puerco había ido directo hacia él sin ventearlo, sin reparar que la parte superior de su cabeza, cubierta por una visera, se asomaba por encima de la pared del prado. Tras un día caluroso sólo quería, necesitaba, relajarse en el agua barrosa de la charca, que se le antojaba un balneario perfecto para una agostada tierra sufridora de sequías cada vez más continuas. Rezongaba el animal de placer mientras Santos, culata apretada al hombro, se incorporaba lentamente sobre la pared para apuntar.



     Santos toma un largo trago de vino al recordar el lance. El jabalí hozando en el fango había sido un blanco fácil. Sabe que si hubiera disparado no habría fallado. Sin embargo, no lo hizo. Al descubrir la razón por la que el animal tenía el pelaje blanco sus músculos se agarrotaron y un sudor frío afloró por su frente. Un hecho que no había conocido nunca en su faceta de cazador, porque Santos siempre ha gozado de buena fama para cobrar codornices, perdices, conejos, alguna liebre, torcaces y tórtolas, sus favoritas. Todo le ha valido para degustar de un buen pote. A veces también el corzo, o la cabra como la llama él, tras furtivas esperas. Sin ser consciente de ello, es su terruño una tierra de encinas, rebollos y castaños, de escondidas riberas, con islotes de pinares surgiendo entre un oleaje de pequeños montes tupidos de jaras y escobas, surcados a su vez por estrechos valles y cicatrizados con incontables senderos. Todos ingredientes en un mismo pote en el que se cocinó la pasión por la caza que tiene desde joven.



     Siguió sin moverse de su posición buscando continuamente con el puntero del arma el tiro certero en el corazón, como un autómata que tantas veces ha realizado la misma operación, pero aquella revelación trastocó sus planes y el instinto asesino de cazador se esfumó. Se dio cuenta, mientras el jabalí ajeno a sus pensamientos seguía retozando, que los movimientos de la bestia se le antojaban lentos, costosos, y advirtió que las cerdas blancas eran en realidad canas que revestían principalmente la cabeza, el lomo y la espalda, dejando más al aire el pelo castaño por la parte inferior del cuerpo.



     “Canas”, se dijo entre dientes Santos, “canas”, maldiciendo el hecho. Y de repente notó un picor nervioso entre su pelo también encanecido.



    El sentimiento iba más allá de una cierta pena hacia el animal. Más bien se espejaba en él: ambos eran viejos, compartían la misma tierra y disfrutaban de la vida en el monte. El viejo jabalí blanco se convirtió de repente en un recordatorio de sucias pezuñas del fin de sus días. Al igual que el cerdo salvaje gozaba en la charca, entendió que él también disfrutaba, ya jubilado y sin echar de menos el cuidado de la hacienda, con lo que más le gustaba ahora: perseguir aquel jabalí por los recovecos de la tierra que los vio nacer.



    También sabía que si no le disparaba podría no volver a verlo nunca más, quizás no pasara el próximo invierno. La noche caía y dejaría de tener un tiro cómodo y además, en cualquier momento, el albino se cansaría y escaparía hacia un pinar cercano donde días antes había visto el barro de la charca embadurnado sobre algunos de los troncos. Durante largos segundos se debatió entre la disyuntiva planteada, mientras el dedo, vacilante, acariciaba el gatillo y la frente sudaba gotas de dudas.



     Dudas que no tiene ahora a la hora de atacar el rico condumio que ya finiquita.



     –Muy rico Juana –exclama repantigándose solazado en la silla.


    Sin remilgos se desabotona el pantalón, se acaricia la prominencia de su panza y emite un suspiro de satisfacción acompañado por una media sonrisa que le borra las arrugas de la comisura de la boca. Con el estómago lleno contempla la situación ocurrida en la poza con la alegría de haber tomado la decisión de disparar al aire, de concederle una segunda oportunidad. Sonríe sabedor de que más potajes caerán en su estómago antes de tenerlo a tiro de nuevo; pero concluye también que su mujer no debe saberlo.



     Juana retira el plato y se sienta en el escaño. Santos es ahora el que sirve el café de un pote al que le ha echado previamente una brasa, como acostumbraba su madre.



    Juana mira de hito al marido. Aquella sonrisa instalada en su cara no es habitual.



    Suele llegar del monte maldiciendo su suerte y mucho más tarde, rayando la medianoche; en cambio esta vez no ha dicho nada y ha llegado a una hora prudente.



    –¿Qué? ¿no hubo suerte tampoco hoy? –pregunta sin mirarle, fija la vista en las brasas lánguidas. Santos da un trago al café antes de contestar y niega con la cabeza.


    –Nada Juana –dice con voz tímida fingiendo tristeza, como el niño que confiesa una travesura, pero de la que no se arrepiente– ni rastro del bicho.


     Juana suspira, se acuerda de algún santo y sorbe largo el café. –Acuérdate que mañana a la tarde tenemos la roda para ir a regar, así que olvídate del “cuchino”–dice después.



     Santos quiere rechistar, pero asiente. Luego, haciendo grave la voz, dice que no ande guardando el pote porque tiene pensado volver en su busca para el domingo que, aunque menguante, todavía es grande la luna. Respira hondo, y a continuación, en un intento de ensalzarse en la mentira, jura por sus ancestros que mientras por sus venas corra un poco de sangre no cejará en el empeño de poder abatir aquel animal del demonio.

La verdad como terapia

 Certamen literario Margarita Ferreras


Segundo Premio del Primer Certamen Literario "Margarita Ferreras": Tomás González Blázquez.

     Que recluirme en el escueto y poco aireado despacho de la facultad constituyera una especie de respiro y se hubiese convertido en mi escudo protector contra la agenda completa, la lista de espera y las prisas era el signo evidente de que mi relación con la Medicina no marchaba como debería. Si antes casi siempre nos comprendíamos ahora casi nunca nos lográbamos entender. Si en su día, tantos días, la supe y la sentí mi compañera de camino, hoy preferiría que fuésemos cada uno por nuestro lado. No obstante, esa tarde de viernes me tocaba terapia, a la que, ante tal aluvión de síntomas, me había agarrado mientras esperaba que vinieran tiempos mejores, aunque reconozco que no hacía demasiado últimamente para alentar su llegada. Mi analgésico particular eran las memorias de prácticas de mis alumnos, algo descuidados como todo lo que me rodeaba. Las hay metódicas, imaginativas, sesudas, inventadas, mediocres, brillantes, mal escritas y literariamente valiosas. Más que de evaluarlas, se trata de detectar puntos de apoyo para las tutorías y pistas para cubrir las lagunas de la asignatura de Medicina Familiar, que a duras penas lucha en el inhóspito medio universitario. En cualquier caso, sus notas procuraban que mi esperanza no fuera falsa, esa que anhela que vuelvan tiempos pasados, y conseguían que saliera del despacho algo recompuesto y más o menos aliviado. El lunes siguiente, en el centro de salud, la cruda realidad ya se encargaría de desmoronar los castillos sostenidos por mis ingenuidades, pero el horizonte del viernes bastaba para que mi desvanecida ilusión no se diese por vencida.

     Hablo ya en pasado porque aquel texto de una tal Pérez Corral, E., cuyo rostro no lograba ubicar en el aula, significó mucho más: me hizo la mejor anamnesis que recuerdo, me exploró a conciencia, dio con mi diagnóstico y me prescribió el tratamiento que llevaba años necesitando. Sin saberlo, pero sabiendo lo que escribía, porque se lo habían dictado a medias la cabeza y el corazón.

     Profesor Morgado, me permito recurrir a la forma de carta para hacer memoria de mi período de prácticas en la zona básica de salud de Aliste. Seré franca: lamenté mi suerte. Quise cambiar mi destino. Estaba lejos. No quise ir. Y los primeros días alegué un catarro que se alargaba. Terminé atendiendo la persuasiva llamada del doctor Sevilla, mi tutor asignado, y me resigné a asistir.
¡Tres semanas! Lo que entonces me parecía una eternidad hoy lo juzgo muy escaso, y aprovecho para proponerle que sean seis. Las mismas que pienso pasar allí el próximo verano, con el propósito de confirmar la intuición que me ha sugerido lo vivido allí en estos días tan intensos. Si en algún momento dije que quería ser cirujana torácica, o ginecóloga, o trabajar en las urgencias del hospital, ya sé que no: yo quiero ser médica de pueblo, de uno de esos que ahora llaman de la España vacía, tan llena de pureza y de vida.
     A decir verdad, cuando llegué a Aliste no tenía nada claro que hubiese acertado en la elección de carrera. Empezaba a cansarme, a aburrirme y a atemorizarme. El hospital se me caía encima, me costaba ver a la persona en el cuerpo enfermo, y no me parecía distinguir nítidamente la humanidad en las relaciones entre profesionales y pacientes. Pronto supe en Aliste que sí. Que yo tengo que ser médica, o al menos luchar para intentar serlo.
     No eran mis pacientes, sino los de don Lucas, pero me han dejado que los mire a los ojos, que ponga oídos a sus quebraderos de cabeza, y de caderas, y de rodillas, que les toque la tripa y les escuche la respiración. Han abierto para mí la boca y las puertas de sus alcobas. Me han regalado huevos de sus gallinas, leche de sus vacas, miel de sus colmenas, lechugas de sus huertas y secretos íntimos de sus vidas sufridas, a menudo solitarias, y siempre aleccionadoras. Han dejado que me acerque a la cama donde padecen, con el consuelo en su mesilla de la Virgen de la Salud a la que se encomiendan, y me han ofrecido su lavabo y su toalla, su hospitalidad humilde y su cariño sincero.
      He aprendido sus nombres y les he preguntado una y otra vez sus apellidos, para no confundirme entre Mezquitas y Faúndez, Gabellas y Genicios, Mielgos y Ferreiras, Ratones y Belveres, Sutiles y Bazales… He conseguido que la neo de colon de la 425 sea el señor José, o que el dolor torácico del 1B sea la señora María, y preferir un aviso urgente en el Villarino de Manzanas o en el que se extiende hermoso Tras la Sierra a subir a la sexta planta en ascensor. He tomado de la mano a un paciente admirable en la calle San Fabián y le he cerrado los ojos a otro cuando había llegado su hora, esa que no sabemos y sobre la que no tenemos poder. He subido a las ambulancias y entrado a los velatorios, he auscultado arritmias en las cocinas y palpado edemas en las salas de estar, he oído malas noticias y compartido algunas lágrimas.
     Perdone, porque me he dispersado y estoy lejos de cumplimentar una memoria de prácticas con sus objetivos marcados, sus conocimientos aprendidos, sus habilidades adquiridas y su autoevaluación, pero sí le diré que, sin saber muy bien a qué iba a Aliste, vuelvo de allí reencontrada conmigo misma. Les he visto vivir, pedir ayuda y darla, dolerse y sonreír, morirse y eternizarse. 
     Laten, claro que laten. Será una España vacía pero rebosa de sabiduría y generosidad siendo pobre y tan auténtica. Por eso quiero regresar. Para adentrarme aún más en lo que Aliste me ha mostrado en las arrugas de su piel, en el desgaste de sus articulaciones, en el vigor de sus pocos niños y en la ternura de sus muchos mayores. Será una España vacía pero quiero recorrerla con mi maletín, recibir en sus consultorios y visitar sus casas".
    Aquella lectura resultó ser para mí un acto médico en toda regla, de esa regla heterodoxa de los soñadores e incomprendidos. No sabía muy bien si convocar a la tal Pérez Corral, E. a una tutoría en la facultad o citarnos allí donde había descubierto que quería ser médica y qué clase de médica quería ser, pero pronto decidí que el encuentro se revelaba innecesario. Era yo quien debía buscar mi propio Aliste, ése que llevaba dentro como lo llevaba ella y que tan apasionadamente me había señalado. Un Aliste auténtico, que reconcilia y reencuentra, como cuando se descubren los cuerpos y se desnudan las almas y al fin, certera e inapelable, brilla la verdad.

Noche de perros…

 Certamen literario Margarita Ferreras


Tercer Premio del Primer Certamen Literario "Margarita Ferreras": Teófilo Nieto Vicente

-Vaya noche de perros que está.

     Fue lo que rompió el silencio que se abrió en la cantina después del último “pues esto en Madrid no pasaba” que el “Eldón” había pronunciado. En ese silencio el crepitar de la lumbre había acompañado a los que aquella noche se habían congregado allí, alrededor de aquel fuego que daba más calor humano por la palabra compartida que por la leña (nunca escasa) quemada. Allí estaban Luisito, el del tí Luis, e Inés (su mujer) que, más por responsabilidad que por ganancias, mantenían abierto aquel lugar de encuentro. Eldón, cuyo nombre verdadero ya casi nadie recordaba desde que, a su regreso de “los madriles”, se empeñase en que lo llamaran de “don” y el Emilio (que, al igual que su padre, se daba mucha gracia para eso de los motes) lo rebautizara como tal. Ahora era el Antonio el que se incorporaba.

-¿Pero de dónde vienes tan empapao “alma de Dios”? –le dijo Luisito.

-Anda, acércate a la lumbre que te voy a poner un café con un cacho de bollo que tengo hecho –contestó Inés, como siempre más pragmática.

-Nada de café… trae pa´ca´ un vaso de tinto –contestó, sin mucho convencimiento, mirando al Luisito que se limitó a hacer un leve gesto con los hombros.

     Inés, sin más palabras, colocó el café en las manos de un obediente Antonio que lo único que pudo hacer fue parar su sincrónico movimiento de restregarse las manos y colocar sus palmas frente a la lumbre para cogerlo. Fue al tercer sorbo cuando comenzaron el interrogatorio.

-¿Pero se puede saber dónde te has metido que vienes hecho un adefesio?

-Pues ya ves… fui esta mañana al ayuntamiento, a ver lo de las tierras, y ya quedé a comer donde los primos.

-Ya… y la cosa se alargó –comentó irónico Luisito, mientras Antonio arremetía el primero de los tres muerdos con los que engulló el cacho de bollo.

-¿Pero tu primo no se había comprado un coche con lo que había ahorrado de las vendimias? –preguntó Eldón, siempre bien informado de todo.

-Pues sí, pero como se metió esta noche de nieve buraquera, no se atreve a conducir hasta aquí por esos caminos del infierno.

-Normal porque a tu primo si que le dio luces Dios. ¿Quién se puede atrever a meterse por estos caminos nevados que no sabes ni dónde pisas? –dijo Inés.

-Pues cuando se deshaga la nieve, ni los carros –apuntó Luisito.

-¡Vaya noche de perros! –resonó una voz acompasando al gozne de la puerta.

     Era el Manolo que, una vez cenado, se pasaba a tomar el café de su cuñada. También él había estado en Madrid, como Eldón, y por eso se permitía ser el que contestaba a su peculiar jaculatoria.

-Hombre, Antonio… ¿ya volviste? – Preguntó, más que por saber lo que era evidente, por mostrar que lo había visto marchar aquella mañana. Bien pensé que hoy pasabas la noche allí.

-¡Como si las ovejas se atendiesen solas! –replicó al apurar, de un sorbo, el café que aún le quedaba-. Ahora ya podemos echar la partida.

-Eso, a la partida, ¡y a olvidarse de los caminos! – contestó, con su irónica entonación Inés, mientras le arrebataba el vaso de café vacío de las manos.

-Bueno, mujer… ¿y qué le vamos a hacer? –replicó él con el tono de quien sabe que su oponente tiene razón.

-“Esto en Madrid no pasaba, porque allí…” –Comenzó Eldón la jaculatoria.

-… Porque allí a nadie le importaba lo que le pasaba al vecino d’al lao –interrumpió Manolo con la rabia de quien sabe lo que significa vivir en una gran ciudad tras haber crecido en el pueblo.

     Y comenzó un murmullo que, por primera vez en aquella noche, era más fuerte que el susurro del viento meciéndose contra la manada de robles, castaños, negrillos y jaras que rodeaban el pueblo.
-No pué ser que, a estas alturas, estemos así –se impuso la voz de Luisito.

-Ya… ¿Y qué podemos hacer? –replicó Manolo.

     El crepitar de la lumbre volvió a imponer su voz en aquella sala en la que Manolo miraba su mano mientras le daba vueltas al café. Eldón, contra su costumbre, daba el segundo sorbo en menos de cinco minutos a su vino y Antonio se concentraba en el tinto que ya había conseguido.

-Pues habrá que protestar, que es lo que se hace en estos casos –propuso Luisito mientras fijaba sus ojos en Inés con mirada cómplice.

Manolo, que conocía bien a su hermano y a su cuñada, sabía que esas palabras no eran fruto de la calentura de una noche, por muy perra que fuera.

-¿Y qué habéis pensado? –preguntó en un plural premeditado.

-Pues que no estaría de más escribirle luego unas letras al gobernador, por lo menos pa’ que se entere de lo que pasa –replicó Luisito.

-¿Y no lo ha de saber? –preguntó escéptico ante la medida Antonio.

-¡Pues si lo sabe que sepa que nosotros también lo sabemos! –sentenció.

     Inés sirvió más café a Juanito, rellenó los vasos de Eldón y Antonio poniéndole otro a Luisito. Sin duda, aquella era una noche especial. Y mientras servía ordenó:

-Mas vale que alguno vaya a buscar a Nito que él sabrá qué escribir.

     Antonio, que todavía conservaba la humedad del camino, sin pensárselo dos veces, se encaminó a buscar a Nito, el maestro nacido y criado en el pueblo que llevaba unos días por allí.

     Apenas fueron diez minutos vividos en silencio, un silencio que a nadie incomodó porque entre aquellas gentes alistanas no se necesitaba rellenar los tiempos con voces. Cuando Antonio y Nito entraron, el maestro fue directo a su lugar de costumbre en el escaño que presidia la lumbre. Inés le ofreció un café que él recogió con la mano izquierda mientras con la derecha buscaba en el bolsillo de su pantalón un pequeño papel que sacó con la tranquilidad que le caracterizaba. Nito ya traía todo pensado, estaba claro que (como había sospechado Manolo) aquella noche no era nueva, sino el fruto del cansancio que se había comido a la resignación.

     El maestro se sentó y comenzó a leer, con voz grave y serena, la carta dirigida al Gobernador Civil de Zamora…

“Los abajo firmantes, vecinos del pueblo de Tolilla… somos un pueblo pequeño, muy pequeño, pero no creemos que por ello tengamos que estar condenados a vivir incomunicados…” .

     Y aquella noche de perros se convirtió en el amanecer de un pueblo que se había cansado de esperar como regalo lo que le correspondía por justicia.

*Extracto de un texto real de una carta enviada al Gobierno Civil de Zamora con fecha 30 de marzo de 1978 y recibida en dicho lugar el 4 de abril del mismo año."