PREGÓN DE LA SEMANA
SANTA DE BERCIANOS DE ALISTE 2019
(La pasión de un
pueblo)
Celedonio Pérez Sánchez
Soy Celedonio Pérez Sánchez, zamorano nacido en Sanzoles, en
el corazón de la Tierra del Vino. Periodista y cultivador, amante del ámbito
rural, de la cultura agraria y de todas las culturas. Enamorado del sentir
popular y de las tradiciones, retazos vivos de un tiempo pasado, ese que
hicieron nuestros padres y abuelos. Estoy muy preocupado por lo que está
pasando en los pueblos, que se están desangrando y muriendo sin que nadie
levante un dedo para denunciarlo allí donde hay que hacerlo. Estoy muy orgulloso
de estar aquí junto a ustedes y espero que me perdonen por mi arrogancia…
Señor cura párroco, hermanos cofrades, vecinos, autoridades,
señoras y señores, amigos, voy a iniciar el pregón contándoles un milagro…
Fue una tarde imprecisa, borrosa, de esas que dejan rocío en
la cabeza. Era abril seminal, cuando la tierra bulle y se abre a la vida.
Llovía como quería mi padre que lloviera: con crespón de neblina y la humedad
brotando de la tierra. Las gotas gateaban hacia el cielo, buscando arriba
explicaciones. Un Viernes Santo con mantas de mulas cubriendo el horizonte. El
verde del grano durmiente se hizo mar profundo, revuelto por corrientes
inmóviles que se pegaban al verde sucio de los campos.
Manchones grises e inquietudes nos sacaron en volandas de la
Tierra del Vino donde las lomas se pintan de chaguazos. Miramos al norte,
escrudiñando el manantial, donde alboreaba una lágrima de claridad; las luces
del coche titilando goterones mientras avanzamos entre pueblos de adobes
desdentados, piedras de aristas perfiladas y caminos desdibujados por el agua.
Pasaban ya las cuatro de la tarde cuando llegamos al corazón de la provincia
que palpitaba inquieto. Fue un milagro.
Ni los arroyos ni el Aliste se habían desbordado. Bercianos
estaba allí, culebreando en medio de un hoyo roto por las ramas acaracoladas de
los fresnos. El pueblo, piedra y pizarra, lucía resplandeciente. De la lluvia
solo quedaba una pátina de claridad doliente sobre la iglesia de San Mamés que
aparentaba divina proporción. Los coches afeaban los caminos sin baches,
repletos sus huecos de agua bendecida.
Una gran multitud se apiñaba en la plaza. En el centro, una
cruz y un hombre clavado en ella. Al lado una mujer dolorosa con la cara
cubierta. Todos buscando inmortalizar el momento, unos con cámaras de fotos
pegadas a sus manos, otros con el alma a la intemperie buscando que el sentir
reventara. El hombre muerto fue descolgado con extremo cuidado, con mimo. Se
oyó una voz: “Quiten el letrero…, la corona…, los clavos…”. Y las órdenes
fueron cumplidas sin rechistar. Silencio en medio del bullicio. Y lágrimas, que
yo las vi.
El hombre desnudo, de tez cadavérica, fue cubierto con una
sábana blanca y depositado con mimo en un féretro añoso con ventanas de cristal
apagado. Se oyó el llanto de un niño justo cuando el cortejo fúnebre respiró.
El maraño multicolor con una gran veta alba se revolvió sobre sí mismo e inició
una marcha lenta, acompasada. Ya nadie miraba al cielo que dejaba escapar la
claridad a través de una persiana glauca.
Varios jóvenes con pañuelos de colores abrazando sus cabezas
y esgrimiendo lanzas de hojalata escoltaban al muerto, que respiraba soledad en
la urna. La procesión fúnebre, una mimbre tiritando dolor que estiraban más de
dos centenares de cofrades y mujeres, caminaba con pasos armónicos, dolida por
los años y abrazada por el tiempo. Resaltaba entre el verde abrileño el blanco
níveo, sayal de penitencia. “¿Esas son las mortajas?”, preguntó una mujer
vestida de grandes almacenes, “sí”, contestó otra, “calla…”. Detrás, hombres,
la mayoría de tez campesina, siguieron el camino empinado, ataviados con capas
pardas manchadas con jeribeques apenas perceptibles, escondidos entre la
domeñada lana de oveja.
La mujer dolorosa llevaba en su caminar el castigo de la
pena, que no lograron enjugar las jóvenes que iban a su lado. Ni las sombras
que marchaban con la cabeza agachada mirando las entretelas del camino.
Entonces me acordé de mi madre, de las noches de velo prieto y puchero de
papel, cuando lloraba junto a la Soledad.
Y sonó una voz gastada, de arena de arroyo cristalino: “Miserere mei,
Deus, secundum magnun/ misericordiam tuam…”. Y el alma se nos encogió.
Valentina me apretó la mano. “Ya me ves postrado aquí con penitente dolor…”.
“Amplius lava me ab iniquitate mea”.
El murmullo de la concurrencia no logró ni un momento
desviar al cortejo fúnebre del dolor, simbolizado en los cruceros de piedra.
Aquello debía ser el Calvario, Gólgota de salvación al que se llega tras penar
mil veces y pasar decenas de rubicones sin mojarse. “¿Qué quieres de un pecador
que se concibió en maldades?”. Los clics romos de los fotógrafos no
consiguieron romper la hora. Los recuerdos hicieron una escalera en el cielo.
¡Dios, todos miramos al muerto, buscando respuestas! La sábana que cubría el
cadáver se movió. Fue un instante intenso que coincidió con la espiración de la
sincopada brisa abrileña.
La comitiva giró sobre sí misma y se dejó caer, ladera
abajo, estirándose como un ronzal de cuerda frágil. El pueblo, al fondo,
lloroso, vacío, gris, moteado de verde esperanza. La procesión, viva, formando
un cuerpo propio, sin cofrades, sin mujeres, marchando por sí misma, como una
neblina en la madrugada que quiere y no quiere, un río de sensaciones. Todos
con el corazón abierto, como la pradera del valle de abajo tras la nieve tardía
de febrero. Los visitantes, rebujados en la pena, con la sensación de que algo
se nos había despegado, de que algo se nos había clavado muy dentro. Habíamos
vivido el milagro del sentir.
Fue la primera vez que presencié, que viví, la procesión del
Santo Entierro en Bercianos, después ha habido otras, pero nunca tan
transcendentes como la primera. Fue la de los milagros, por dentro y por fuera.
Descubrí que la vida se consume por capítulos. Y que yo, tras lo vivido en el
corazón de Aliste, abría y cerraba episodio. Sería ya siempre un cristiano
viejo, de los que sienten debajo de la piel, de los que nunca encuentran
respuestas porque quizás no las hay, de los que aman las tradiciones porque ahí
está la vida de nuestros antepasados, de los que comulgan con los que están al
lado, con los sufrientes.
La Pasión en el ADN
La oportunidad de estar aquí, pregonando la Semana Santa de
este rincón zamorano, la Pasión rural más conocida del mundo, un ejemplo,
arquetipo y paradigma de religiosidad popular no popularizada, me ha hecho
deudor de por vida de este pueblo, de sus gentes. Al intentar ahormar este alegato en defensa
de la pureza de una celebración singular, que ha logrado hacer de lo más
sencillo lo más conocido, de lo más pequeño lo más grandioso, me he dado cuenta
de que lo más importante es que presenciar, revivir esta manifestación, me ha
hecho mejor, nos hace mejores a todos.
También he descubierto que soy un atrevido al haber aceptado
el ofrecimiento de Fernando de estar aquí, en este púlpito sagrado; soy un
arrogante al hablaros a vosotros de vuestra Semana Santa, a vosotros que nacéis
marcados por la cruz, que lleváis la Pasión en el ADN, que iréis al más allá
ataviados con el vestido de cofrade, porque aquí la mortaja, como escribió el
gran poeta zamorano León Felipe, “no es triste ni sombría/la mortaja no es más
que un ligero vestido de viaje”.
Pido solemnemente perdón por pretender emular a quienes me
precedieron en el afán de engrandecer con palabras un hito que representa como ningún
otro el alma rural doliente. Es imposible igualar ni la erudición ni la fuerza
expresiva de José Luis Alonso Ponga, Joaquín Díaz, Ricardo Flecha, Vicente
Díez, José Ángel Rivera de las Heras, Pedro García González y Luis Jaramillo;
no lo pretendo, solo quiero licencia para intentar hacer justicia y defender la
autenticidad de esta Pasión que nace entre lágrimas de granito y se esconde
entre las vetas más brunas de la pizarra gastada que acoraza el corazón líquido
de los alistanos.
Ostracismo oficial
Porque el primer milagro de esta celebración es haber
sobrevivido a los tiempos, mantenerse viva más de cinco siglos, haberse
convertido en un acontecimiento provincial, nacional e internacional a pesar
del ostracismo oficial que se prolongó durante muchos años, auspiciado por la
jerarquía semanasantera de otros municipios, incluido, por qué no decirlo, el
de Zamora. Afortunadamente, todo ha cambiado y ahí está para probarlo la
declaración de Fiesta de Interés Turístico Regional y Bien de Interés Cultural Inmaterial
(BIC). Se ha hecho justicia humana con quien nunca la ha pedido, porque
humildad siempre ha sobrado en esta tierra de trabajo y sudores, de bien hacer
y estoicismo. Aquí en Bercianos, aquí en Aliste nunca la palabra ha servido
para quejarse, sí para dar ánimo al vecino en las tareas colectivas, un ejemplo
para todos los zamoranos por hacer del esfuerzo compartido el mejor estandarte
para luchar contra una naturaleza no siempre amable.
Está no es la “otra” Semana Santa de Zamora, la humilde, la
de los labriegos y amortajados, es la Pasión de la provincia en mayúsculas, la
que refleja desde lo más hondo como vive el campo el misterio de la Muerte y
Resurrección de Cristo. Aquí no hay alharacas ni pasos acolchados por flores
recién almidonadas ni cofrades que presuman de cargar con tal o cual figura
para alimentar el ego o la autoestima, sobran el “postureo” y los gestos ante
el espejo de los espectadores, aquí todo es autenticidad y sentimiento, la
sencillez del devenir de unas gentes que tienen en su origen su condición y
mayor orgullo.
Un espejo de vida
Bercianos no escenifica la Pasión, pone el espejo que
refleja la vida y la muerte que pasa por la puerta. Los nacidos y mecidos en
estas tierras, que dan alimentos comprimidos pero exquisitos, no representan,
viven el entierro de Cristo, el hermano mayor, un cofrade más que está junto a
ellos todo el año. No asisten al cortejo fúnebre para que los vean, para buscar
su posición dentro del colectivo, están para sentir, para sufrir, para llorar
la pérdida de uno de ellos. Y lo mismo hacen cuando se unen al desgarro de la
Dolorosa o sienten la explosión de felicidad que trasciende la procesión del
Encuentro, el símbolo de la Resurrección, el misterio que da sentido al
Cristianismo y lo libera de la negrura y el túnel de la muerte.
La Semana Santa de Bercianos lo que clava en el marco rural
es un conjunto de vivencias grupales e individuales. Existe como existe porque
sale de abajo, donde vive el sentir colectivo. Hay tradición, claro, no se
puede tapar con algodones lo que fluye líquido, pero hay más, hay una
participación viva que bebe en las raíces. Nada está pensado para que los
foráneos hagan fotos e intenten robar el alma de esta tierra para llevarla
lejos como trofeo de caza. No estorban los turistas, como se dijo tiempo atrás
desde fuera, qué va, pero nunca se ha pensado en ellos cuando los naturales se
tapan con mortajas, capas pardas o velos. No hay contaminación porque no hay
intereses; lo que mueve a los nacidos en esta tierra es la fuerza del origen,
esa condición que nos hace diferentes porque distinta es la naturaleza que nos
rodea y ha abrazado a nuestros antepasados.
Quizás las señas de identidad de esta celebración religiosa,
porque nunca sobra repetir que es religiosa y que está arropada por la fe, haya
que buscarlas en la historia, en el devenir y la dependencia eclesial de esta
zona de la provincia, que vivió durante siglos pegada a la diócesis de
Compostela (hasta el XIX no fue incorporada a Zamora). La lejanía de Santiago,
según concluye el antropólogo zamorano, Francisco Rodríguez Pascual, al que
tanto debe este pregón y este pregonero que gozó de su amistad y sapiencia,
propició una religiosidad autóctona y popular más vigorosa que en otros
lugares. Y también un conocimiento teológico más elevado ya que los párrocos
que han pasado por el lugar han tenido gran autonomía y conocimiento, que han
sabido transmitir a los parroquianos. Durante cientos de años la religiosidad
cristiana de Aliste ha convivido con la praxis mágica, representada por el
curanderismo.
Cofradías
Las cofradías que han existido en Bercianos, además de la
del Santo Entierro actual, las del Rosario, Ánimas, San Cosme y San Damián,
Hijas de María y otras, además de funciones religiosas siempre han cumplido
labores sociales y asistenciales, atendiendo sobre todo la demanda de los menos
favorecidos y el mandamiento de Cristo. Esta tierra siempre ha sido solidaria y
comprometida y sus gentes muy activas, conservadoras de lo suyo. No es de
extrañar, por tanto, que haya habido más de un estudioso que haya citado a la
comarca alistana como la quintaesencia de la zamoranía, ese singular sentir,
profundo, sincero y honesto que nos define y que llevamos como mochila los que
hemos nacido dentro de este mapa de pistola, trazado a punta de cuchillo.
Bercianos no es solo el Santo Entierro y esa forma natural
de entender la muerte como el final del camino y el principio del todo. Es toda
una Semana Santa plagada de momentos que se clavan como navajas en los huecos
del sentimiento, donde más duele, donde más alegra. Es el Domingo de Ramos de
regocijo para los mayores y respiro para los pequeños. Es la celebración de la
Penitencia el Martes Santo. Es el Monumento, que se eleva como expresión de fe
y alabanza al Salvador y a la naturaleza de la tierra. Es el Jueves Santo la
Eucaristía de la cena del Señor, la procesión, donde las capas pardas marcan el
camino de un singular Vía Crucis que se enrosca en el Calvario para implorar
perdón y fuerza ante lo que está por venir; el Miserere en latín venteado que
suena a quejido, a lamento por culpas que no se han cometido; el otro en
castellano, el de Fray Diego José de Cádiz, que con voz gastada de mujer
penetra donde más estremece; las Cinco Llagas que aquietan la fe; el Juramento
del Beso de Vara de los nuevos cofrades; la Hora Santa para el recogimiento que
se anuncia a golpe de traqueteo de matraca que rompe corazones y vigilias, a la
vez que limpia las almas de telarañas. Son los Santos Oficios del mediodía del
Viernes Santo que allanan y purifican el espíritu de los vecinos ante lo que ya
alumbra: el Sermón del Descendimiento y la procesión del Santo Entierro, antes
de que la Dolorosa recorra el pueblo penando su sentir y abriendo la espita del
desasosiego y las dudas, que diluye el Stabat Mater en la oscuridad más
absoluta, preludio del canto cristalino de la Salve.
La mortaja que invita
a sentir
Y es la Procesión del Encuentro del
Domingo de Resurrección, que escenifica un canto de fe y esperanza. Este es el
gran mensaje de la Semana Santa de Bercianos, que entiende la muerte a través
de la vida. Se pone la mortaja para sentir, para enterrar al Hombre-Dios. La
Pasión y Muerte de Cristo es la pasión y muerte del hombre, pero Cristo
resucitó y este mensaje es el que vivifica y da sentido. Los naturales de este
pueblo alistano lo saben cómo nadie y esperan el más allá, pero viven el más
acá y lo festejan con celebraciones como las pastoradas cuando se inicia el
ciclo de regeneración coincidiendo con la Navidad o las fiestas patronales de
San Mamés. Las celebraciones cristianas no existen sin alegría y esta no se
entiende sin la presencia de la madre de Dios. La religiosidad cala
profundamente y va más allá de cualquier interés. Aquí se siente y se hace, ya
está. Y se tiene en cuenta la tradición, el cordón umbilical que une presente y
pasado formando un nudo ante el oleaje que ya apunta en la espuma del futuro.
No hay que olvidar tampoco un componente ajeno a la
celebración de este pueblo que la abriga y la proyecta hacia el exterior. Es la
estética. Esas hileras de cofrades y mujeres de luto riguroso ascendiendo hacia
el Calvario entre la naturaleza apenas domeñada componen escenas de una belleza
que cala. La mezcla del recogimiento, la profundidad y la verdad ensalzan el
escenario que queda enganchado a los recuerdos de los espectadores, muchos
impactados por esa determinación y autenticidad. Aquí se vive con intensidad la
peregrinación hacia el interior en busca de la verdad, nada que ver con
manifestaciones religiosas sobre todo del sur de España que suponen una salida
al exterior. Aquí, el marco natural y el marco que dibuja la fe, junto a una
religiosidad formada e informada, componen el cuadro, que es real, es honesto,
hace sentir y transmite. Es el arte de lo sencillo, que impacta y llega a los
rincones del alma más escondidos.
Si no ha ocurrido hasta ahora, es difícil que ocurra, pero
no se puede bajar la guardia y hay que estar vigilantes. Hay que encastrar
sacos terreros para evitar que la presencia masiva de espectadores, de
turistas, haga de la Semana Santa de Bercianos un mero espectáculo. Que la
gente, según apuntaba ya hace décadas Francisco Rodríguez Pascual, venga, pero
que lo haga movida por la fe o al menos con la disposición de respetar las
creencias de este pueblo y mantenga un comportamiento digno.
La religiosidad de
abajo
Lo que aquí se manifiesta es la pureza de la religiosidad
que nace de abajo, no se pueden construir presas en los ríos que arrastran la
verdad. Hay que respetar el sentimiento que vive dentro de las mortajas y hacer
posible que los cofrades se centren y se concentren en su universo, al que
llegan desde la fe y desde el camino de la pasión humana. Para muchos
procesionar en su pueblo es el hecho más importante del año, no acabemos con
esta ilusión ni con ese ejemplo al mundo que supone y amplifica todos los años
la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.
Para ir acabando, les pido perdón de antemano por la
sugerencia que les voy a plantear desde este púlpito. Entiendo que sería un
paso adelante reconstruir la ermita que hasta hace unas décadas estaba situada
a las afueras del pueblo, junto a la carretera que unió Galicia y Castilla, y
que, según algunas fuentes, servía de cobijo a Cristo Yacente tras la procesión
del Santo Entierro. Entiendo que su recuperación supondría un reto y un plus
para la celebración que junto, al magnífico centro de interpretación ya
abierto, ejemplo de hibridación entre lo tradicional y lo moderno, serviría de
polo de atracción para los visitantes y una forma de avanzar hacia el
entendimiento del pasado como candela de futuro.
Manifestaciones como la Semana Santa de Bercianos, no lo
olvidemos, son una manera de luchar contra la despoblación que amenaza con
llevarse por delante todo el ámbito rural zamorano y de muchas provincias de
interior, la zona conocida como España vacía. Las celebraciones populares
entroncadas en la tradición y selladas por la fe católica son símbolo de
permanencia en el tiempo y, por tanto, un seguro de vida ante el devenir
suicida que viven los pueblos, dejados de la mano de los hombres y, sobre todo,
de aquellos que tienen la obligación de gestionar lo que está por venir.
Elevemos plegarias al Señor para pedirle que mantenga viva
la sociedad rural, que no deje que los pueblos se diluyan por la gatera del
olvido, que preserve la cultura agraria como símbolo de riqueza y variedad,
además de cofre de las enseñanzas de nuestros antepasados. Es nuestra
obligación y responsabilidad mantener vivo un universo que ha regido la vida
humana desde el principio y que ha servido para hacer preguntas y dar respuestas
sobre nuestra condición. Es preciso agarrarnos a la fe católica para creer en
la resurrección y demandar pueblos llenos de vida. Roguemos al Señor para qué
Bercianos bulla todo el año como lo hace la tarde del Viernes Santo.
Y ya para terminar esta disertación permítanme que formule
una plegaria a Cristo, el hermano cofrade que será enterrado el próximo
viernes.
Muerto dicen que vas
Muerto dicen que vas, pero es mentira
que
te he visto llorar entre cristales.
Qué
castigo, por Dios, todos los años
morir
cuando renace el fresno
y la
primavera se enrosca en el Aliste.
Esta
tierra tan dura se entristece
cuando vas de la cruz hasta la urna
y
yacente te llevan al Calvario.
Bercianos se entierra en Viernes Santo
y acompaña al
hermano más querido,
tarde de luto blanco, de pesares,
de
amortajados campos, de recuerdos.
Misericordia, Señor, cuánta
injusticia
prendida en el albur seco del tiempo.
Deja solo que un año en vez de entierro
te
llevemos andando hasta la vega,
a
enseñarte los prados, los negrillos,
que
veas correr el agua entre las piedras.
Queremos
que vivas con nosotros,
que
hagas la sementera del centeno,
necesitamos verte en nuestras tierras,
sentir que
santificas nuestra vida,
que
contigo no vamos a morir nunca
ni
tampoco el perfil de nuestro pueblo.
Santísimo Cristo aparta de esta tierra
la
amenaza del vacío, de la despoblación,
que
sintamos siempre el mismo sol
que
dio cobijo y fuerza a nuestros padres.
Marzo de 2019